Frente a mí está el Alto Atlas, la última cadena de montañas que nos falta por cruzar. A lo lejos, puedo ver el Circo de Jaaffar y el monte Ayachi que conservan algo de la nieve del invierno pasado a pesar de que estamos en otoño y todavía no ha caído ni una gota de agua desde las nubes.
La carretera se ha convertido en una cinta recta sobre un terreno llano y sin apenas accidentes. Después de tanta curva, se agradece. Aunque uno ya se había acostumbrado a ir navegando en todas direcciones. Ahora, resulta un poco aburrido si no fuera porque de vez en cuando pasa algo que te obliga a a concentrar tu atención.
Me viene acompañando ya desde hace unos kilómetros, desde que salimos de las montañas, que es donde él tiene sus abundantes provisiones de agua: en las nieves invernales del Atlas.
Nuestro primer encuentro serio con él ocurre en Enzala (un pueblecito pasado Midelt), y pasa casi desapercibido. El caso es que sus aguas empiezan a viajar junto a mi coche, en dirección sur, unas veces a un lado y otras veces al otro. Recogiendo un brazo en Tillicht y otro en El Rich, silenciosamente, sin llamar la atención. Pero cuando pasamos los dos juntos por las casas de Kerrandu... ¡hay amigo! La cosa empieza a cambiar.
En ese momento me siento un ser-insignificante-con-la-boca-abierta cuando me acerco a una garganta formidable. Un estrecho cañón tallado en las montañas por su corriente gota a gota, en millones de años. Forma una puerta natural que da paso desde la zona semidesértica del Atlas a la región desértica del Tafilalet. Lo que viene a continuación puede ser considerado el oasis más extenso de Marruecos.
La carretera serpentea al lado del Ziz, convertido ahora necesariamente en un estrecho canal, y nos conduce al otro lado a través del Ghar Zaabel, o Túnel del Legionario, un pequeño agujero cavado en la misma roca de la montaña y que es paso obligado (y controlado) para todo el que pretenda pasar de una parte a la otra.
Más adelante, nuestro río me pasa casi desapercibido mezclado con las casas de Er Rachidia, que sin apenas diferencia, dan paso a varios Ksares, esos pueblos de barro con aires de fuertes medievales, que se suceden a lo largo del camino, pero que en realidad tienen su origen en una época más moderna y que servían de defensa de las cosechas ante tribus rivales.
En una curva, junto a una especie de mirador tomado por algunos vendedores ambulantes y una jaima a modo de quiosco, te aguarda una agradable sorpresa: El Ziz no se ha perdido, sino que estaba escondido. Ahora resurge en forma de una serpiente verde de vegetación que, hundida en el suelo, se pierde de tu vista por el norte y por el sur, desplegado ante tu vista un largo alfombra de palmeras datileras y frutales.
Arfud da la impresión de ser la “capital turística” de la zona, con su ristra de riads y hotelitos en los bordes de la carretera, salpicados de vez en cuando de los talleres que trabajan el material que les proporcionan las canteras de rocas fosilíferas y que tanto juego dan en manos de artesanos con imaginación y destreza.
Los artículos que se pueden encontrar son de lo más variado, aunque en estas fechas estamos en plena campaña de recogida de dátiles, así que ya te puedes imaginar cuál es la estrella del mercado: las moscas, naturalmente. Atraída seguramente por los desechos de tan rico fruto y porque estamos a final de otoño, atacan sin piedad a cualquier cosa que se mueva, respire o, simplemente, exista. Sin embargo no es para tanto y es muy agradable comprar mientras charlas y te tomas unos vasos del amargo té sureño.
Si en su tiempo (a partir de su construcción en 1900) se le podía considerar la Alhambra del Tafilalet, en la actualidad, a pesar de seguir medio habitado, se encuentra en muy mal estado, aunque se pueden ver algunos detalles curiosos de su antiguo esplendor.
Algo simpático es una lámina colgada en una pared con la dinastía Alauí hasta Mohamed V, abuelo del actual rey marroquí, que a mi me recordó la lista de los reyes godos que algunos maestros se empeñaban en hacerla memorizar. Lo que no vi por ningún lado es alguna de las monedillas de los tesoros que se guardaron aquí.
Cuenta con un cinturón de albergues, ksares y riads que hacen las delicias de los turistas, que pueden montar en dromedario y cruzar y dormir en pleno “desierto” sin que les falte el agua fría y el cuscús. Los más urbanitas pueden alquilar un ruidoso quad y dedicarse a jugar en la arena como si se tratara de un parque de atracciones.
Las pistas
Esta mañana voy a empezar a “pistear”. El asfalto ya llega hasta un poco más al sur de Merzouga, concretamente hasta El Taouz. La arena no es plato de mi devoción, así que dejaré las dunas tranquilas y haré unas pistas por la Hamada. Está claro que hay que levantarse algo más temprano de lo habitual.A veces son grandes, pero la mayoría de las veces son pequeños cantos pulimentados por el viento y la arena hasta tomar un color negro común, da igual la roca de que se trate. Cuando son pequeños te permite rodar sobre ellos sin peligro para los neumáticos. Entonces, al salirte de la rodada hecha por el paso de otros vehículos que han pasado antes que tú, vas haciendo tus propias marcas en el suelo. Es como si hicieras tu propio camino. Es una sensación agradable de libertad. Claro que nada hay para siempre y tus rodadas durarán lo que tarde la próxima ventisca.
Justo a la entrada de Taouz arranca la pista que te lleva en dirección a Zagora. Se ve claramente y, aunque no hay indicaciones, no debe presentar problemas.
Sin embargo ya había escuchado hablar de una zona próxima al poblado que contaba con una serie de grabados rupestres interesantes, así que me desvié un poco con el fin de verlos.
La zona es un pequeño montículo junto al cauce seco del Ziz, al que por cierto hay que cruzar para llegar hasta allí.
El sitio guarda cierto parecido con una necrópolis dado que hay un buen puñado de acumulaciones de piedras que bien podrían ser viejos túmulos que el guarda muestra como “viejas casas de pastores”. Los grabados se encuentran regados por toda la loma. Se conservan en relativamente buen estado, aunque desgraciadamente como siempre ocurre, algunos están “retocados” y algunos son de antes de ayer.
Hay que recorrer un trozo grande de Hamada más o menos siguiendo las rodadas ya hechas como únicas indicaciones. El terreno no es malo. El firme está duro y el coche se mueve perfectamente. Lo peor son los “tole ondulé” (se podría traducir como “chapa ondulada”), algo así como si estuvieras rodando sobre un tejado de chapas de esas galvanizadas. Los cojas como los cojas parece que el coche se va desarmar en cualquier momento porque no le va a quedar un tornillo en su sitio. Un castigo. Según dicen hay que cogerlos a una velocidad alta (80 km/h o más) de forma que la rueda no tenga tiempo de entrar en la canal de la onda y el coche circule por las crestas exclusivamente, pero hay sitios donde mantener esa velocidad es un suicidio, así que no te queda más remedio que reducir velocidad o salirte de la rodada (por si te sirve de aviso, los nativos circulan a paso de tortuga por estas zonas, ya sea en furgonetas, camiones o turismos. Está claro ¿no?).
A mi derecha está el camino por donde he venido. Se aprecia claramente cómo el cauce del río atraviesa unas colinas y enfila en línea recta el valle, por delante nuestro, hasta desemboca en lo que parece una zona pantanosa que habría que verla en la temporada de lluvias.
Al frente, medio tapada por una fila de colinas, se aprecia otra zona similar y el cauce de desagüe que sigue hasta unirse a nuestro río. En un extremo de esta zona pueden verse algunas palmeras que delatan la zona habitada que te mencioné antes.
Y a la izquierda, el río se abre en otra zona, grande y plana que delata su tendencia a inundarse en cuanto caiga unas gotas de lluvia.
Al poco se llega a una bifurcación del camino. A la izquierda de la marcha, tras unas colinas, está Ouzina, junto a lo que parece unas instalaciones del gobierno sobre una colina, posiblemente militares (no hay que olvidar que la frontera con Argelia está a menos de 20 km de donde estoy y que el río es un paso natural de las montañas que tengo al sur).
A la derecha, la pista cruza el río y toma dirección de unas dunas que se ven más a delante. Tomo esta ruta que me parece más directa.
El sol me juega al final una mala pasada y casi oculta de la vista un lomo del camino que hace que saltemos un poco. Por suerte no iba demasiado rápido y todo queda en la sorpresa, aunque las cosas que llevo atrás han quedado todas cabeza abajo y algunos fósiles pequeños se han hecho añicos aplastados por los más grandes, pero ha sido divertido. Ya lo dicen los viejos, en el desierto, las horas del mediodía puede ocultar más de un accidente del camino.
Voy algo escamado porque me han avisado que hace unos días ha pasado por aquí un rally y los camiones han dejado impracticable la pista oficial que atraviesa el cauce del río Rheris a la altura de Er Remlia (el segundo poblado de la ruta), así que tengo que buscar un segundo paso unos kilómetros más al norte y no tengo ni idea de lo que me voy a encontrar.
Remlia es un conjunto de casas muy pequeño y yo lo dejo a mi izquierda nada más llegar a las primeras construcciones. De todas formas, me da tiempo a comprobar que hay algún que otro alojamiento y la posibilidad de aprovisionarte de combustible si llegara el caso.
El nuevo punto de referencia es una palmera solitaria unos kilómetros al norte del poblado. Allí, hay que atravesar la ribera del Rheris y buscar un paso del cauce. La empresa no ofreció demasiada dificultad. Tan sólo un sobresalto cuando al salir de una curva, la pista se pierde en una barranca de un par de metros que me obliga a realizar un giro brusco y casi me quedo clavado en la arena. Al final, encuentro la bajada al cauce y al otro lado, la rampa de salida.
Tiro para atrás, hasta una islote de barro duro, y compruebo la presión antes de sacarle un poco de aire. Mi sorpresa es que voy a casi tres kilos y de esta manera, ni alimentando al Land Rover con nafta. Saco la mitad del aire de cada rueda y enfilo (por si acaso) otra rampa que hay un poco más lejos, a mi izquierda, que me parece menos pendiente. Y ahora sí, salgo del cauce y continuo un poco más hasta encontrar un poco de firme. Ahora ya puedo respirar. Lo que me faltaba era tener que caminar hasta el poblado.
El Rheris se queda atrás. De recuerdo, mi coche lleva encima unos kilos de arena y el polvo empieza a hacer acto de presencia en el compartimento de pasajeros. Eso es lo que tiene viajar por el desierto, como tiene que ser.
La zona siguiente es todo lo opuesto. Un llano pedregoso que va bordeando el río, pegado a una fila de colinas más pedregosas que él mismo.
Observo que hay una pista que sube y pienso que desde allí arriba se tiene que tener una buena vista de la zona. Y efectivamente, la hay. Lo que también hay son unas bocas de pozos excavados en el suelo y con rudimentarias escalas hechas de varillas de acero de esas de encofrar, soldadas unas a otras para formar los peldaños y ancladas a la superficie con cadenas. Luego me enteré que se trata de minas de baritina (mineral de bario). Lo admirable es la profundidad de algunos pozos y la forma tan primitiva de sacar el mineral con una simple polea, un cubo, unos metros de cuerda y varios palos formando un trípode. Igual que antes de la mecanización de la industria. Desde luego que las personas que se dediquen a esto y de esta manera, tienen un meritazo.
Esta vez, la arena está dura y los arroyones que hay que cruzar son pequeños y no presentan dificultad. En la llanura se ve algún que otro bulto que son nada más y nada menos que dromedarios echados. Me supongo que serán algunas madres apartadas del rebaño, ya que todas están acompañadas de alguna cría.
A la derecha de esta entrada Sur, sobre un pequeño promontorio hay un albergue con pinta de cuartel de la Legión Extranjera francesa de las películas antiguas. No hay ningún huésped (como era de esperar dada la fecha).
Tras el obligatorio té y suelta de bultos en una habitación, no hay nada mejor que hacer que dar una vuelta por los alrededores. Y a eso me dedico tras tomar algunas fotos desde la misma puerta.
Las paredes del cañón son exclusivamente de rocas que parecen a punto de dejarse caer. Ni una mata que llevarse a los ojos. En la entrada en que me encuentro, la única nota de vida la pone una acacia solitaria, no muy apartada del pozo que se aprecia allá abajo. Aunque más tarde, una chica que da de beber a un rebaño de cabras negras y pequeñas, ponen algo de alegría a este arenal.
Por la mañana pude comprobar que el cielo estaba tan azul y limpio como ayer. La verdad es que estoy teniendo mucha suerte con el tiempo. Un poco de fresquito por la mañana y por la noche y el resto del día, temperatura primaverales.
Se desayuna en la fachada delantera del albergue, con vistas al cañón y al recorrido que hay que hacer hoy. Un lujo que hay que vivirlo para sentirlo. Y que no tiene precio.
A estas horas de la mañana se nota cierta actividad en el campo. Mientras unos pastores se preparan junto a la casita y la jaima, unos “vaqueros” sacan agua de un pozo con el fin de dar de beber a su ganado (los dromedarios que vimos ayer) al otro lado del llano. Me acerqué a ellos para verlos trabajar y noté que no son tan distinto a los camperos de esta parte del charco. Mientras el más mayor (bien vestido, posiblemente el dueño del ganado) permanecía sentado a la sombra y observaba a sus animales, otro sacaba agua del pozo y llenaba unas piletas destinadas a los animales, y el tercero (más joven y peor vestido), corría como un loco por esta llanura de arena para reunir a los dromedarios. Cuando terminaron, el “dueño” tomó asiento en la parte del copiloto y el joven se tiró en la parte trasera sobre algunos aperos y sacos de pienso. Como la vida misma a este lado del Estrecho.
Tafraut es un poblado grande para lo que se encuentra uno por esta zona. Hay albergue y carburante y hasta conexión 3G, cosa muy de agradecer. Las casas y los huertos siguen la ribera del río, y los niños siguen con su costumbre de salir al encuentro de los coches, malacostumbrados por tanto turista “onegiarano” como hay sueltos por ahí.
Al final de las casas se llega a uno de los albergues que yo tenía ya seleccionados. Tomamos un té con el dueño, hablamos de la posible intendencia del próximo viaje y hacemos un poco de negocio con algunos fósiles y otros objetos interesantes que veo en una mesa de la calle.
Por el camino, a lo lejos, se puede observar algún que otro pozo y algunas tiendas blancas, señal de la actividad ganadera de la gente de la zona, pero el terreno parece no dar cuartel a nadie. Una llanura extensa de piedra y más piedra, salpicada de isletas de acacias y con alguna que otra zona de matorral que, supongo, será lo que mantenga los rebaños de cabras y dromedarios.
La nota verde que pone los palmerales del oasis Jerame es un alivio después de tanta piedra. Parcelas rectangulares, plagadas de palmeras y sembradas de toda clase de frutales y hortalizas, protegidos por pequeños muros de adobe, me parecen tan bulliciosos como la calle principal de mi pueblo, después de la soledad que se respira en los kilómetros que dejado atrás.
Oum Jerame es un pueblo. Mejor, un ksar que compagina su parte antigua de casas de barro, ya algo deterioradas, con la parte nueva. Incluso contaba con un camping que hoy, no sé porqué, se ha convertido en un recinto cerrado al viajero y transformado en no-sé-qué oficial. Y a pesar de que ya cuenta con una moderna mezquita, el cementerio es al estilo tradicional del desierto con las lajas de piedra defendiendo el contorno de la tumba.
Y la modernidad ya va alcanzando a sus habitantes en forma de pista de tierra compactada que pronto se convertirá en otra cinta de asfalto que los llevará rápidamente a la ciudad más próxima.
Pero a pesar de todo, la tradición está presente en forma de canal de riego de los campos de la comunidad y en forma de niños que acuden al coche en cuanto echo el freno (no me canso de repetir que los turistas los tenemos mal acostumbrados).
Y así es. Coronar un pequeño puerto y tener ante mis ojos el inmenso valle del Draa, fue toda una sensación magnífica.
Desde lejos se aprecia el tamaño de la cinta verde de palmerales que nacen en las márgenes del río. Río que, por otra parte, es el segundo del sur marroquí junto al nuestro viejo conocido Ziz. Solo que este sí llega en ocasiones (en grandes ocasiones, es la verdad) al océano Atlántico, cerca de Sakia El Hamra, nuestro antiguo Aayún, que tan vergonzosa memoria ha dejado del gobierno español de la época (y de otras posteriores).
De entrada, Zagora me decepcionó un poco. Me dio la sensación de ser una ciudad que tras nacer al calor del turismo venido de la no muy lejana Marrakesh, se ha convertido en una atracción más, algo artificial y forzada.
La población moderna se desarrolla alrededor de la carretera: cafetería, restaurante, tiendas, talleres mecánicos... gendarmería, mezquita, centros escolares... y muchos hoteles, muchos 4X4, mucho ruido...
Pero también queda algo de la Zagora tradicional: calles prohibidas a los vehículos, huertos perdidos entre las casas, perdices corriendo por medio del palmeral, sonidos de la vegetación...
Temprano, ya estábamos entrando por una de sus puertas. El zoco de Zagora es en domingo, y se realiza en los alrededores de la mezquita que hay al pie de la carretera. Tiene un recinto amurallado de forma clásica y luego, algunos vendedores se desparraman por la ladera que hay al oeste. Ese día no estábamos más de seis no-africanos allí.
No voy a darte mucho la vara. A estas alturas, todos sabemos cómo es un zoco. A mí me llamó sobre todo la atención algunos pocos puestos. Los dátiles se vendían por todos lados; algunos sitios los vendían al por mayor, unos a la vieja usanza, sin empaquetar, pero la mayoría ya los tenían en pequeñas cajas de cartón, clasificados por categorías, lo que facilita mucho el traslado. Las personas con cajas en los brazos era la estampa más corriente el día que estuvimos allí.
En la parte de fuera vi un puesto que me dio que pensar. Estas personas vendían postes de eucalipto de diferentes grosores y longitudes, así como cañizos montados a mano con la caña sin partir y de una longitud respetable. Mi duda era si cada domingo tenían que montar y desmontar el “puestecito”. Si es así, creo que las ganancias darán para poco más que para comer.
(Seguramente, cuando estés leyendo esto, yo estaré de nuevo allá abajo recorriendo la zona, aunque esta vez lo voy a hacer a pie, que es como se ven bien las cosas. Si no me extravío y aparezco por Sudán, ya te traeré fotos nuevas cuando regrese).