sábado, 22 de febrero de 2014

Esto no es el Dakar: Merzouga-Zagora en 4x4

El Alto Atlas con las nieves casi perpetuas del Ybel AyachiAcabo de atravesar el Atlas Medio, la penúltima de las cordilleras que parten a Marruecos en franjas. Me acompaña mi amigo Emilio García y vamos en mi viejo Discovery que, dada su edad, me tiene en la duda de si aguantará el paseo o no. Claro que es un Land Rover de los clásicos, así que seguro que se porta formidablemente, como siempre.
Frente a mí está el Alto Atlas, la última cadena de montañas que nos falta por cruzar. A lo lejos, puedo ver el Circo de Jaaffar y el monte Ayachi que conservan algo de la nieve del invierno pasado a pesar de que estamos en otoño y todavía no ha caído ni una gota de agua desde las nubes.
La carretera se ha convertido en una cinta recta sobre un terreno llano y sin apenas accidentes. Después de tanta curva, se agradece. Aunque uno ya se había acostumbrado a ir navegando en todas direcciones. Ahora, resulta un poco aburrido si no fuera porque de vez en cuando pasa algo que te obliga a a concentrar tu atención.
Una curiosa forma de viajarUna de las rectas de nuestro camino La verdad es que siempre que he viajado hasta las tierras desérticas del sur de Marruecos me ha causado el mismo impacto el río Ziz, uno de los dos grandes del sur que, a pesar de todo su empeño, no muere en el mar, sino en las arenas del desierto argelino.
Me viene acompañando ya desde hace unos kilómetros, desde que salimos de las montañas, que es donde él tiene sus abundantes provisiones de agua: en las nieves invernales del Atlas.
Nuestro primer encuentro serio con él ocurre en Enzala (un pueblecito pasado Midelt), y pasa casi desapercibido. El caso es que sus aguas empiezan a viajar junto a mi coche, en dirección sur, unas veces a un lado y otras veces al otro. Recogiendo un brazo en Tillicht y otro en El Rich, silenciosamente, sin llamar la atención. Pero cuando pasamos los dos juntos por las casas de Kerrandu... ¡hay amigo! La cosa empieza a cambiar.
En ese momento me siento un ser-insignificante-con-la-boca-abierta cuando me acerco a una garganta formidable. Un estrecho cañón tallado en las montañas por su corriente gota a gota, en millones de años. Forma una puerta natural que da paso desde la zona semidesértica del Atlas a la región desértica del Tafilalet. Lo que viene a continuación puede ser considerado el oasis más extenso de Marruecos.
La carretera serpentea al lado del Ziz, convertido ahora necesariamente en un estrecho canal, y nos conduce al otro lado a través del Ghar Zaabel, o Túnel del Legionario, un pequeño agujero cavado en la misma roca de la montaña y que es paso obligado (y controlado) para todo el que pretenda pasar de una parte a la otra.
El desfiladero del Legionario hacia el norteEl desfiladero del Legionario hacia el surUnas curvas más adelante, sus aguas ya domadas, se juntan en un pantano cuyos colores chirrían con la dura tierra de sus orillas. Cosa de humanos.
Más adelante, nuestro río me pasa casi desapercibido mezclado con las casas de Er Rachidia, que sin apenas diferencia, dan paso a varios Ksares, esos pueblos de barro con aires de fuertes medievales, que se suceden a lo largo del camino, pero que en realidad tienen su origen en una época más moderna y que servían de defensa de las cosechas ante tribus rivales.
Un ksar a la rivera del Ziz¿Y el río? Ha desaparecido de tu vista. A tu alrededor sólo queda piedra y arena durante kilómetros en ambos lados de la carretera.
En una curva, junto a una especie de mirador tomado por algunos vendedores ambulantes y una jaima a modo de quiosco, te aguarda una agradable sorpresa: El Ziz no se ha perdido, sino que estaba escondido. Ahora resurge en forma de una serpiente verde de vegetación que, hundida en el suelo, se pierde de tu vista por el norte y por el sur, desplegado ante tu vista un largo alfombra de palmeras datileras y frutales.
La cinta verde del ZizEn su orilla hay multitud de ksares como estePalmeras y frutales contrastan con los montes cercanosAprovecha la visión, porque esta será la última vez que lo verás de esta forma. A partir de aquí, la Hamada le irá ganando terreno al río y unos kilómetros más adelante, cerca de Damia, se acaba la frondosidad que le da los palmerales y convertido casi en un orgulloso canalillo, sus aguas se diluyen en los palmerales de Arfud y Rissani, dos de los tres núcleos de población (junto a Merzouga) que forman la triada principal del Tafilalet.
Arfud da la impresión de ser la “capital turística” de la zona, con su ristra de riads y hotelitos en los bordes de la carretera, salpicados de vez en cuando de los talleres que trabajan el material que les proporcionan las canteras de rocas fosilíferas y que tanto juego dan en manos de artesanos con imaginación y destreza.
Ammonite incrustado en la rocaFósil de Orthoceras, una especie de calamar con conchaRissani es la “capital comercial” y posiblemente la espiritual e histórica. En sus alrededores están las ruinas de las mítica Sijilmasa, cuyo nacimiento se pierde en la antigüedad y que fue el nudo de las caravanas que traficaban con sal, oro y esclavos, entre otras muchas mercancías de un lado y otro del Sáhara. En la actualidad, su concurrido mercado y su jaleoso zoco semanal atraen a cientos de personas de los ksares existentes en bastantes kilómetros a la redonda.
Los artículos que se pueden encontrar son de lo más variado, aunque en estas fechas estamos en plena campaña de recogida de dátiles, así que ya te puedes imaginar cuál es la estrella del mercado: las moscas, naturalmente. Atraída seguramente por los desechos de tan rico fruto y porque estamos a final de otoño, atacan sin piedad a cualquier cosa que se mueva, respire o, simplemente, exista. Sin embargo no es para tanto y es muy agradable comprar mientras charlas y te tomas unos vasos del amargo té sureño.
Conos de azúcar en un puestoEl puesto de un herbolario/curanderoAquí hay remedios para casi todoRissani merece también atención por otros detalles que hay que tener en cuenta cuando se pasa por sus calles. Es el sitio donde está enterrado el Sharif Sultán Abul Amlak Sidi Muhammad (1589-1659), considerado fundador de la familia del actual rey de Marruecos, los Alauí, quienes proceden naturalmente del Tafilat (la región en la que estamos) y que en Rissani cuenta con su mausoleo que, aunque visitable, conserva la parte interior prohibida para los no musulmanes.
Y no muy lejos, está lo que queda del ksar Oulad Abdlhalim, propiedad de la familia real Alauí y que según me contaron, el sitio no solo se usaba para recluir allí a las viudas de los sultanes para alejarlas de la corte cuando estos se reunían con el Profeta, sino también a familiares molestos y, lo mejor, los tesoros acumulados por la casa real, por lo que este ksar es el único que he visto con una triple muralla defensiva en la que estuvieron alojados en tiempo algunos cañones, seguramente con el ánimo de disuadir a los aventureros.
Si en su tiempo (a partir de su construcción en 1900) se le podía considerar la Alhambra del Tafilalet, en la actualidad, a pesar de seguir medio habitado, se encuentra en muy mal estado, aunque se pueden ver algunos detalles curiosos de su antiguo esplendor.
Algo simpático es una lámina colgada en una pared con la dinastía Alauí hasta Mohamed V, abuelo del actual rey marroquí, que a mi me recordó la lista de los reyes godos que algunos maestros se empeñaban en hacerla memorizar. Lo que no vi por ningún lado es alguna de las monedillas de los tesoros que se guardaron aquí.
Merzouga no tiene comparación con los dos anteriores. Es un pueblecito al lado de la carretera que vive gracias a los turistas que vienen a ver el Erg Chebi, un complejo dunar de casi 150 kilómetros cuadrados.
Cuenta con un cinturón de albergues, ksares y riads que hacen las delicias de los turistas, que pueden montar en dromedario y cruzar y dormir en pleno “desierto” sin que les falte el agua fría y el cuscús. Los más urbanitas pueden alquilar un ruidoso quad y dedicarse a jugar en la arena como si se tratara de un parque de atracciones.
Merzouga ya no está lejosSin embargo, Merzouga conserva todavía algo de su pasado, como estos huertos comunales que se surten de agua traída de lejos por viejas acequias enterradas en la arena. El peso de la modernidad ha hecho que muchos de ellos ya estén abandonados, pero aun así, mucha gente cultiva estas tierras tan duras.

 

Las pistas

Esta mañana voy a empezar a “pistear”. El asfalto ya llega hasta un poco más al sur de Merzouga, concretamente hasta El Taouz. La arena no es plato de mi devoción, así que dejaré las dunas tranquilas y haré unas pistas por la Hamada. Está claro que hay que levantarse algo más temprano de lo habitual.
La Hamada, a diferencia del Erg, es una zona tan pelada de vegetación como cualquiera pero que en vez de contener esa arena fina que acumula el viento, está sembrada en su totalidad de piedras.
La primera vez que vine es lo que más me chocó. Para la arena ya venía mentalizado, pero para kilómetros y kilómetros de piedras, la verdad es que no.
A veces son grandes, pero la mayoría de las veces son pequeños cantos pulimentados por el viento y la arena hasta tomar un color negro común, da igual la roca de que se trate. Cuando son pequeños te permite rodar sobre ellos sin peligro para los neumáticos. Entonces, al salirte de la rodada hecha por el paso de otros vehículos que han pasado antes que tú, vas haciendo tus propias marcas en el suelo. Es como si hicieras tu propio camino. Es una sensación agradable de libertad. Claro que nada hay para siempre y tus rodadas durarán lo que tarde la próxima ventisca.
Una cosa curiosa que pude observar fue el aspecto que adquiere el suelo de una zona inundable en invierno (a lo largo del Ziz existen diversos lagos que se inundan en la época de lluvias y que alojan infinidad de aves acuáticas durante la estación húmeda). El agua ha dejado en el fondo un material fino procedente de la sedimentación de los materiales que arrastra el río que al secarse deja una superficie plana, compactada y dura formada por estos materiales tan finos. Es tan plana y dura que permite circular por ella a gran velocidad, sin perder de vista, naturalmente, posibles grietas o viejos cauces que a veces forman barrancos lo suficientemente profundos como para ocasionar un accidente serio.
Hay diferencia entre la estación lluviosa y la seca ¿verdad? Aunque ambas fotografías están tomadas en puntos diferentes, se trata de la  misma zona.
Justo a la entrada de Taouz arranca la pista que te lleva en dirección a Zagora. Se ve claramente y, aunque no hay indicaciones, no debe presentar problemas.
Sin embargo ya había escuchado hablar de una zona próxima al poblado que contaba con una serie de grabados rupestres interesantes, así que me desvié un poco con el fin de verlos.
La zona es un pequeño montículo junto al cauce seco del Ziz, al que por cierto hay que cruzar para llegar hasta allí.
El sitio guarda cierto parecido con una necrópolis dado que hay un buen puñado de acumulaciones de piedras que bien podrían ser viejos túmulos que el guarda muestra como “viejas casas de pastores”. Los grabados se encuentran regados por toda la loma. Se conservan en relativamente buen estado, aunque desgraciadamente como siempre ocurre, algunos están “retocados” y algunos son de antes de ayer.
Desde lo alto de la loma se tiene una buena vista del cauce seco del río, tanto hacia Merzouga (se aprecian las dunas en el horizonte), como hacia la parte de Ouzina, próximo destino.
Así que regreso al punto de arranque de la pista y hago que mi viejo Land Rover la enfile, no sin cierta preocupación aventurera (ya sabes aquello de que la “sarna con gusto...”). Son ya dieciocho años largos y más de trescientos mil kilómetros los que lleva conmigo... Es la primera vez que vengo por esta zona... y los únicos mapas que llevo son lo que van en la tablet. Así que espero que durante unos días no ocurra nada con el sistema GPS de nuestros amigos americanos.
Los primeros kilómetros son emocionantes. Después de tantas y tantas horas organizando, mirando mapas, viendo fotografías aéreas, buscando sitios... por fin estoy pisando el terreno.
Hay que recorrer un trozo grande de Hamada más o menos siguiendo las rodadas ya hechas como únicas indicaciones. El terreno no es malo. El firme está duro y el coche se mueve perfectamente. Lo peor son los “tole ondulé” (se podría traducir como “chapa ondulada”), algo así como si estuvieras rodando sobre un tejado de chapas de esas galvanizadas. Los cojas como los cojas parece que el coche se va desarmar en cualquier momento porque no le va a quedar un tornillo en su sitio. Un castigo. Según dicen hay que cogerlos a una velocidad alta (80 km/h o más) de forma que la rueda no tenga tiempo de entrar en la canal de la onda y el coche circule por las crestas exclusivamente, pero hay sitios donde mantener esa velocidad es un suicidio, así que no te queda más remedio que reducir velocidad o salirte de la rodada (por si te sirve de aviso, los nativos circulan a paso de tortuga por estas zonas, ya sea en furgonetas, camiones o turismos. Está claro ¿no?).
Pero yo he venido a disfrutar del paisaje y eso es lo que pienso hacer. Es francamente impresionante ver el verde únicamente en lo alto de pequeñas acacias (creo) y unos pocos matorrales y yerbas que se encuentran sólo en los cauces secos. Claro que habría que venir en primavera para comparar y no en otoño antes de las lluvias.
La soledad tampoco es tan absoluta como uno se piensa. Aunque de momento solamente me he encontrado con una furgoneta que parecía hacer de autobús por estos pueblos, ya que estaba más preparada para llevar pasajeros que carga.
Por el camino hay algunos viejos ksares, ya deshabitados y en ruina, con ese mismo aspecto de los viejos cortijos ya olvidados que hay en los campos andaluces. Y hasta Ouzina nada más que me pareció vislumbrar a lo lejos, al otro lado del río, un pequeño palmeral que indica la existencia de algún poblado (también lo hace esa pequeña antena de telefonía que hay junto a ellas, claro), lo que se confirmó cuando aparecieron un par de chavales de no más 10 años de edad, en bicicleta, a hacer negocio con nosotros (fósiles, fósiles...) aprovechando que habíamos parado para hacer unas fotos. Supongo que estarían esperando la llegada de algún coche muy cerca del camino, si no, no se explica la rapidez con la que aparecieron.
Estoy en un sitio privilegiado. En lo alto de una loma desde donde se domina muchos kilómetros de lo que parece un valle muy extenso, rodeado de pequeños grupos de cerros más o menos altos.
A mi derecha está el camino por donde he venido. Se aprecia claramente cómo el cauce del río atraviesa unas colinas y enfila en línea recta el valle, por delante nuestro, hasta desemboca en lo que parece una zona pantanosa que habría que verla en la temporada de lluvias.
Al frente, medio tapada por una fila de colinas, se aprecia otra zona similar y el cauce de desagüe que sigue hasta unirse a nuestro río. En un extremo de esta zona pueden verse algunas palmeras que delatan la zona habitada que te mencioné antes.
Y a la izquierda, el río se abre en otra zona, grande y plana que delata su tendencia a inundarse en cuanto caiga unas gotas de lluvia.
Al poco se llega a una bifurcación del camino. A la izquierda de la marcha, tras unas colinas, está Ouzina, junto a lo que parece unas instalaciones del gobierno sobre una colina, posiblemente militares (no hay que olvidar que la frontera con Argelia está a menos de 20 km de donde estoy y que el río es un paso natural de las montañas que tengo al sur).
A la derecha, la pista cruza el río y toma dirección de unas dunas que se ven más a delante. Tomo esta ruta que me parece más directa.
Ahora me acerco a un conjunto de dunas que se ha formado junto a los cerros cercanos. La pista va por el mismo cauce del Ziz o muy cerca, por lo que no hay arena que estorbe a la marcha del coche. En la arena se ve algunas plantas bajas, una de ellas parecido a nuestro Barrón (Ammophila arenaria) tan abundante en las zonas de arena de nuestro litoral, pero que aquí se ve ramoneadas por los animales.
Un vistazo atrás y adelante del camino para que te hagas una idea del sitio y de la sensación de “espacio” que te transmite.
Seguramente la gente asocia desierto a dunas de arenas, si no no se explica la proliferación de albergues que hay en este sitio tan alejado. De principio a fin de las pequeñas dunas que hay aquí he contado seis albergues, casi un pequeño Merzouga. Y el único grupo de gente que nos hemos cruzado fue un grupo de 4X4 andaluces que andaban metido en la arena matando el tiempo. Aquí tiene una muestra de algunos de estos albergues: un lujo en pleno desierto. Y no son los únicos.
A final de las dunas, se atraviesa una pequeña zona pedregosa de rocas negras salpicadas de acacias raquíticas y desembocamos a un punto del cauce del Ziz que a mí me causó una sensación agradable por su belleza.
Si sigues poniéndole algo de imaginación puedes ver como el río desemboca en este inmenso valle abierto a los cuatro vientos y que los granos de arena se convierten en gotas de agua que lo hacen correr entre las colinas que lo encierran, mientras rebaños de animales pastan entre la hierba de las orillas. Bueno, son ya más de la una de la tarde y a mi me debe haber dado más sol de la cuenta.
El caso es que el cauce se ensancha y ocupa prácticamente toda una llanura de unos cinco de ancho por diez kilómetros de largo. Las distancias son difíciles de calcular en estos espacios tan abiertos pero, de todas formas, es algo inmenso desde la perspectiva de un pequeño humano que no deja de ser un punto entre tanta tierra. Así que me animo y aprieto el pie en el acelerador.
El sol me juega al final una mala pasada y casi oculta de la vista un lomo del camino que hace que saltemos un poco. Por suerte no iba demasiado rápido y todo queda en la sorpresa, aunque las cosas que llevo atrás han quedado todas cabeza abajo y algunos fósiles pequeños se han hecho añicos aplastados por los más grandes, pero ha sido divertido. Ya lo dicen los viejos, en el desierto, las horas del mediodía puede ocultar más de un accidente del camino.
Voy algo escamado porque me han avisado que hace unos días ha pasado por aquí un rally y los camiones han dejado impracticable la pista oficial que atraviesa el cauce del río Rheris a la altura de Er Remlia (el segundo poblado de la ruta), así que tengo que buscar un segundo paso unos kilómetros más al norte y no tengo ni idea de lo que me voy a encontrar.
Remlia es un conjunto de casas muy pequeño y yo lo dejo a mi izquierda nada más llegar a las primeras construcciones. De todas formas, me da tiempo a comprobar que hay algún que otro alojamiento y la posibilidad de aprovisionarte de combustible si llegara el caso.
El nuevo punto de referencia es una palmera solitaria unos kilómetros al norte del poblado. Allí, hay que atravesar la ribera del Rheris y buscar un paso del cauce. La empresa no ofreció demasiada dificultad. Tan sólo un sobresalto cuando al salir de una curva, la pista se pierde en una barranca de un par de metros que me obliga a realizar un giro brusco y casi me quedo clavado en la arena. Al final, encuentro la bajada al cauce y al otro lado, la rampa de salida.
No parece demasiado empinada, así que la enfilo con optimismo. Pero una cosa es ser optimista y otra salir de allí. En el último medio metro, las ruedas se clavan y no hay manera de avanzar hasta la cresta. Pruebo una, dos, tres y cuatro veces... y nada. Ni bloqueo de diferencial, ni cortas, ni cantándole un fandango.
Tiro para atrás, hasta una islote de barro duro, y compruebo la presión antes de sacarle un poco de aire. Mi sorpresa es que voy a casi tres kilos y de esta manera, ni alimentando al Land Rover con nafta. Saco la mitad del aire de cada rueda y enfilo (por si acaso) otra rampa que hay un poco más lejos, a mi izquierda, que me parece menos pendiente. Y ahora sí, salgo del cauce y continuo un poco más hasta encontrar un poco de firme. Ahora ya puedo respirar. Lo que me faltaba era tener que caminar hasta el poblado.
El Rheris se queda atrás. De recuerdo, mi coche lleva encima unos kilos de arena y el polvo empieza a hacer acto de presencia en el compartimento de pasajeros. Eso es lo que tiene viajar por el desierto, como tiene que ser.
La zona siguiente es todo lo opuesto. Un llano pedregoso que va bordeando el río, pegado a una fila de colinas más pedregosas que él mismo.
Observo que hay una pista que sube y pienso que desde allí arriba se tiene que tener una buena vista de la zona. Y efectivamente, la hay. Lo que también hay son unas bocas de pozos excavados en el suelo y con rudimentarias escalas hechas de varillas de acero de esas de encofrar, soldadas unas a otras para formar los peldaños y ancladas a la superficie con cadenas. Luego me enteré que se trata de minas de baritina (mineral de bario). Lo admirable es la profundidad de algunos pozos y la forma tan primitiva de sacar el mineral con una simple polea, un cubo, unos metros de cuerda y varios palos formando un trípode. Igual que antes de la mecanización de la industria. Desde luego que las personas que se dediquen a esto y de esta manera, tienen un meritazo.
Desde allí se ve claramente que tras la zona pedregosa, está de nuevo un cauce seco de lo que será un tercer brazo del Ziz, cauce que hay que cruzar hasta llegar al macizo del Mharech que se ve al frente. En ese macizo hay un paso natural entre los picos Mharech y Mrakib hacia las tierras de Alnif y Rissani, y hacia allí es adonde me dirijo para pasar la noche en un ksar.
Esta vez, la arena está dura y los arroyones que hay que cruzar son pequeños y no presentan dificultad. En la llanura se ve algún que otro bulto que son nada más y nada menos que dromedarios echados. Me supongo que serán algunas madres apartadas del rebaño, ya que todas están acompañadas de alguna cría.
El desfiladero del Mharech está imponente a esta hora de la tarde.
A la derecha de esta entrada Sur, sobre un pequeño promontorio hay un albergue con pinta de cuartel de la Legión Extranjera francesa de las películas antiguas. No hay ningún huésped (como era de esperar dada la fecha).
Tras el obligatorio té y suelta de bultos en una habitación, no hay nada mejor que hacer que dar una vuelta por los alrededores. Y a eso me dedico tras tomar algunas fotos desde la misma puerta.
Las paredes del cañón son exclusivamente de rocas que parecen a punto de dejarse caer. Ni una mata que llevarse a los ojos. En la entrada en que me encuentro, la única nota de vida la pone una acacia solitaria, no muy apartada del pozo que se aprecia allá abajo. Aunque más tarde, una chica que da de beber a un rebaño de cabras negras y pequeñas, ponen algo de alegría a este arenal.
La soledad, a pesar de todo, es manifiesta. El silencio sólo lo rompe un motorista lejano (algún campero que regresa a su casa) y el viento que moldea las rocas como si de pequeños cráteres lunares se tratara y acumula la fina arena en dunas improvisadas en cualquier escollo.
Me encamino a pie por el desfiladero. Mi intención es llegar a la entrada Norte y ver el poblado que hay diseminado por allí (cuatro o cinco familias), a no más de un par de kilómetros. Las horas de la tarde te hacen ver formas extrañas a tu alrededor, pero ninguna amenazante, todo lo más mágicas.
Al final, la noche se echa encima y tengo que desistir. Al menos me pude traer un recuerdo de esta maravilla de cielo.

Por la mañana pude comprobar que el cielo estaba tan azul y limpio como ayer. La verdad es que estoy teniendo mucha suerte con el tiempo. Un poco de fresquito por la mañana y por la noche y el resto del día, temperatura primaverales.
Se desayuna en la fachada delantera del albergue, con vistas al cañón y al recorrido que hay que hacer hoy. Un lujo que hay que vivirlo para sentirlo. Y que no tiene precio.
Tan sólo hay que bajar la loma del albergue y enfilar hacia el norte por la pista que hay en su parte izquierda. Nos dan los buenos días una pareja de Bubisher, esos pajarillos negros con la cabeza blanca que son tan abundantes y tan descarados.
En unos minutos estamos ya saliendo por la puerta norte. Y lo que hay ante mis ojos es algo que me cuesta trabajo describir. Se conservan algunas casas que mantienen fértiles sus huertos y no faltan las palmeras datileras junto a algunas de ellas. Pero lo que más me llama la atención es la inmensa llanura que tengo delante. Son más de 50 kilómetros de una tierra plana, recorrida por un río que muere al otro lado del desfiladero. Según algunas personas con las que hable ayer, en ella hay varios ksares y algunos pequeños poblados. Y si lo que dicen es cierto, en uno de sus rincones existe los restos de la llamada Ciudad Perdida. Creo que en otra ocasión voy a tener que hacer una ruta por esta zona. Ahora me tengo que ir. Zagora me espera. Pero te voy a dejar una panorámica de 360º que te ayude a ver este punto del desierto marroquí.
Con mucho pesar, doy la vuelta y me dirijo de nuevo a la entrad del desfiladero. Ahora, desde este lado, me doy cuenta de la forma tan curiosa que tiene esta roca que se ha separado de la pared. ¿Te recuerda algo?
Una vez dejamos atrás la puerta sur, hay que dirigirse hacia el otro lado del cauce seco, hacia la zona pedregosa de nuevo.
A estas horas de la mañana se nota cierta actividad en el campo. Mientras unos pastores se preparan junto a la casita y la jaima, unos “vaqueros” sacan agua de un pozo con el fin de dar de beber a su ganado (los dromedarios que vimos ayer) al otro lado del llano. Me acerqué a ellos para verlos trabajar y noté que no son tan distinto a los camperos de esta parte del charco. Mientras el más mayor (bien vestido, posiblemente el dueño del ganado) permanecía sentado a la sombra y observaba a sus animales, otro sacaba agua del pozo y llenaba unas piletas destinadas a los animales, y el tercero (más joven y peor vestido), corría como un loco por esta llanura de arena para reunir a los dromedarios. Cuando terminaron, el “dueño” tomó asiento en la parte del copiloto y el joven se tiró en la parte trasera sobre algunos aperos y sacos de pienso. Como la vida misma a este lado del Estrecho.
Un último vistazo al Mharech y a la formidable muralla de roca que lo forma y ponemos rumbo hacia Tafraut Sidi Alí.
No hay que esperar mucho. Un poco de pista y a la vuelta de la esquina aparecen las primeras palmeras y las primeras casas del poblado.
Tafraut es un poblado grande para lo que se encuentra uno por esta zona. Hay albergue y carburante y hasta conexión 3G, cosa muy de agradecer. Las casas y los huertos siguen la ribera del río, y los niños siguen con su costumbre de salir al encuentro de los coches, malacostumbrados por tanto turista “onegiarano” como hay sueltos por ahí.
Al final de las casas se llega a uno de los albergues que yo tenía ya seleccionados. Tomamos un té con el dueño, hablamos de la posible intendencia del próximo viaje y hacemos un poco de negocio con algunos fósiles y otros objetos interesantes que veo en una mesa de la calle.
Al sur de Tafraut se extiende otra planicie de color blanco, característico de zona inundable en época de lluvia, tan plana como mi mesa. Ese es el camino a seguir. Por lo menos hasta un par de montes rocosos y solitarios que se ven allá al fondo. Los reconocerás fácilmente porque uno de ellos tiene una “duna” de arena recostada en una de sus caras. Hay que tener algo de cuidado porque las característica piedras que te marcan el camino, aquí no están muy acertadas y el mejor camino no es el que ellas te indican.
Desde este punto, hay que girar al Este y adentrarse en una zona de hamada que no parece tener fin.
Por el camino, a lo lejos, se puede observar algún que otro pozo y algunas tiendas blancas, señal de la actividad ganadera de la gente de la zona, pero el terreno parece no dar cuartel a nadie. Una llanura extensa de piedra y más piedra, salpicada de isletas de acacias y con alguna que otra zona de matorral que, supongo, será lo que mantenga los rebaños de cabras y dromedarios.
A pesar de su tamaño, el recorrido se hace corto ya que no presenta dificultad ninguna y la pista (a pesar de los fastidiosos “toles” que hay que asumir) se convierte en algo familiar que hace que te olvides de casi todo y pises un poco más de lo aconsejable. Incluso hacer alguna que otra “chalaura” para combatir el tedio que te produce la monotonía del tramo.
La nota verde que pone los palmerales del oasis Jerame es un alivio después de tanta piedra. Parcelas rectangulares, plagadas de palmeras y sembradas de toda clase de frutales y hortalizas, protegidos por pequeños muros de adobe, me parecen tan bulliciosos como la calle principal de mi pueblo, después de la soledad que se respira en los kilómetros que dejado atrás.
Oum Jerame es un pueblo. Mejor, un ksar que compagina su parte antigua de casas de barro, ya algo deterioradas, con la parte nueva. Incluso contaba con un camping que hoy, no sé porqué, se ha convertido en un recinto cerrado al viajero y transformado en no-sé-qué oficial. Y a pesar de que ya cuenta con una moderna mezquita, el cementerio es al estilo tradicional del desierto con las lajas de piedra defendiendo el contorno de la tumba.
Y la modernidad ya va alcanzando a sus habitantes en forma de pista de tierra compactada que pronto se convertirá en otra cinta de asfalto que los llevará rápidamente a la ciudad más próxima.
Pero a pesar de todo, la tradición está presente en forma de canal de riego de los campos de la comunidad y en forma de niños que acuden al coche en cuanto echo el freno (no me canso de repetir que los turistas los tenemos mal acostumbrados).
De Oum Jerame hay que salir en dirección a Tissemoumin, otro pequeño ksar nacido junto a otro, más pequeño aun, oasis. Desde aquí continua de nuevo la hamada y esta vez sin final hasta la meta del viaje. Y si antes nos pareció difícil de tratar y dura de soportar, esta parte refleja todavía más la dureza del desierto. O por lo menos a mí me lo parece dado la hora del día. Las piedras, ennegrecidas por el sol y la erosión del viento y la arena, dan un aspecto algo tenebroso a los cerros que cierran a la garganta que tenemos que cruzar.
Aunque eso no dura mucho. La conversión de la pista en una carretera de grava compactada (sin darme cuenta estoy sobre la N12) y la presencia cada vez más frecuente de casas a ambos lados de ella, me anuncia que Zagora no puede andar lejos.
Y así es. Coronar un pequeño puerto y tener ante mis ojos el inmenso valle del Draa, fue toda una sensación magnífica.
Desde lejos se aprecia el tamaño de la cinta verde de palmerales que nacen en las márgenes del río. Río que, por otra parte, es el segundo del sur marroquí junto al nuestro viejo conocido Ziz. Solo que este sí llega en ocasiones (en grandes ocasiones, es la verdad) al océano Atlántico, cerca de Sakia El Hamra, nuestro antiguo Aayún, que tan vergonzosa memoria ha dejado del gobierno español de la época (y de otras posteriores).
Casi sin darte cuenta, la graba se convierte en asfalto y a tu lado aparece una escuálida cinta de agua, señal de que el río y Zagora no están lejos.
De entrada, Zagora me decepcionó un poco. Me dio la sensación de ser una ciudad que tras nacer al calor del turismo venido de la no muy lejana Marrakesh, se ha convertido en una atracción más, algo artificial y forzada.
La población moderna se desarrolla alrededor de la carretera: cafetería, restaurante, tiendas, talleres mecánicos... gendarmería, mezquita, centros escolares... y muchos hoteles, muchos 4X4, mucho ruido...
Pero también queda algo de la Zagora tradicional: calles prohibidas a los vehículos, huertos perdidos entre las casas, perdices corriendo por medio del palmeral, sonidos de la vegetación...
Elegir el hotel fue algo complicado. La oferta es amplia, aunque los precios ya se han disparado y están a nivel de cualquier ciudad europea (y más caros), así que hay que ir con cuidado. Aunque también hay que decirlo, el regateo es algo que no debemos dejar olvidado en el coche.
Pero esto aun no ha acabado. Mañana es día de zoco y eso es algo que nadie debería perderse. En todo caso, todo los que viajen por aquí deberían perderse entre el laberinto de callecillas que forman los puestos y sentirse blanco de las miradas, así podrán saber algo de lo que se siente cuando un guiri (cualquiera de nosotros, por ejemplo) apunta a un paisano con el objetivo de su cámara.
Temprano, ya estábamos entrando por una de sus puertas. El zoco de Zagora es en domingo, y se realiza en los alrededores de la mezquita que hay al pie de la carretera. Tiene un recinto amurallado de forma clásica y luego, algunos vendedores se desparraman por la ladera que hay al oeste. Ese día no estábamos más de seis no-africanos allí.
No voy a darte mucho la vara. A estas alturas, todos sabemos cómo es un zoco. A mí me llamó sobre todo la atención algunos pocos puestos. Los dátiles se vendían por todos lados; algunos sitios los vendían al por mayor, unos a la vieja usanza, sin empaquetar, pero la mayoría ya los tenían en pequeñas cajas de cartón, clasificados por categorías, lo que facilita mucho el traslado. Las personas con cajas en los brazos era la estampa más corriente el día que estuvimos allí.
Otra cosa que me llamó la atención fue la venta de Henna en su estado natural, tal y como se recolecta. Po si no lo sabes todavía, la henna es un producto que se usa para el cabello. Se aplica en forma de pasta y según dicen, le da fuerza y brillo. Yo siempre la he visto en los mercados en forma de pasta seca o polvo, pero aquí, las hojas de la planta formaba un gran montón que se vendía en medidas parecidas a nuestro antiguo cuartillo. También la vi ya picada en grandes bolsas, pero no era lo habitual.
Los vendedores especializados en los arreos necesarios para los burros de carga también abundaban. Me llamó la atención que casi todas las mercancías tenían un origen artesanal, como unos aparejos hechos con restos de mantas y lonas que pesaban muy poco (seguramente pensados para ese burro chiquito que tanto abunda por la zona), unas especies de cinchas sin hebilla, que se atan con un par de argollas y un trozo de cordel, hechas a base de restos de cinta de fijar los toldos de los camiones, cabezales realizados con tiras de caucho procedentes de neumáticos viejos y fijadas con remaches de aluminio o tornillos con su tuerca, serones tejidos con cinta plástica de embalar (muy ligeros, por cierto, aunque algo rígidos).
Una de las cosas más curiosas que pude observar en un par de puestos fueron esos cachivaches realizados a base de neumáticos viejos y que formaban un pequeño catálogo de bebederos, cestos y cubos destinados a labores camperas
Yo no pude aguantar la tentación de traerme unas muestras a casa. Un cesto y un cubo que me sirvieron para organizar un poco el maletero hasta el final del viaje. Total, me dejé engañar a los cuatro euros y medio y todos contentos.
En la parte de fuera vi un puesto que me dio que pensar. Estas personas vendían postes de eucalipto de diferentes grosores y longitudes, así como cañizos montados a mano con la caña sin partir y de una longitud respetable. Mi duda era si cada domingo tenían que montar y desmontar el “puestecito”. Si es así, creo que las ganancias darán para poco más que para comer.
Y como nota divertida, sólo me queda decirte que la parte más animada de todo el zoco era, sin duda, el parking. El jaleo de los rebuznos apenas tapaba el jaleo del propio zoco.
En fin, después de la primera (y mala) impresión, Zagora me ha sabido a poco. Afortunadamente, el siguiente viaje pasará por aquí mismo y podré dejar algunos días para conocerla mejor y disfrutar tranquilamente de este pueblo y de los alrededores. Insh' Allah, que se dice por allí. Ojalá, que decimos por aquí.
(Seguramente, cuando estés leyendo esto, yo estaré de nuevo allá abajo recorriendo la zona, aunque esta vez lo voy a hacer a pie, que es como se ven bien las cosas. Si no me extravío y aparezco por Sudán, ya te traeré fotos nuevas cuando regrese).