sábado, 21 de diciembre de 2013

Chefchauen-Azilán-Akchour – La otra cara

Ha pasado un poco de tiempo pero he podido volver a Azilán. Me había propuesto hacer el descenso de la garganta pero por otra vereda que la recorre por la cara oriental.
La vereda no es ni mejor ni pero, sólo es otra que hay que andar.
Noviembre se estrena con fuerza aquí en las montañas del Rif. Amanece un día radiante, con buena temperatura y ni una nube haciendo sombra. El Talassemtane en todo su esplendor.
La gente está ya realizando sus labores, como este chica que corta ramas para sus cabras, la mujer que pone las mantas al sol, algún que otro chaval tras el ganado o esos “tamborileros” que no dejan de marcar ese ritmo hora tras horas ¿sabes de quiénes hablo?
He intentado echarle la vista encima al grupo de macacos que se mueven por las faldas del monte frente al refugio, pero nada. Me ha parecido ver a uno que pasaba a la parte trasera de la roca, pero ninguno se ha dejado ver el tiempo suficiente como para hacerle un retrato decente. Otra vez será.
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El camino, esta vez, me lleva de nuevo al carril principal. El Farda recoge sus aguas en estas gargantas antes de hacerse uno solo aproximadamente bajo aquella antena que se ve a lo lejos.
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Poco a poco, Azilán se va alejando, aunque la magia del zoom lo haga resistirse un poco todavía. La casa azul de la parte inferior del poblado es el refugio que administra nuestro, desde ahora, amigo Abdelkader.
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Al poco tiempo, tras un cruce de carriles, se entra en Afaska (no sé si será casualidad, pero en vasco creo que es como se llama el fregadero de piedra). Se trata de otro poblado similar a Azilán y que cuenta también con su pequeño refugio (pintado de azul, naturalmente) al que aun no he tenido la ocasión de conocer por dentro.
El poblado se cruza por el mismo camino de entrada y se sale a una zona de antiguos huertos ahora dedicados al monocultivo rifeño. El agua que aquí sale por todos lados a pesar de no haber llovido aun con normalidad, corre a raudales por el mismo camino empedrado que hay que seguir. Al final se sube una colina que cuenta con el majestuoso cadáver de un pino en su cima y se entra en un bosque que guarda un secreto bajo las ramas.
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Unas piedras clavadas en el suelo formando cuadriláteros más o menos regulares te indica que estás entrado en tierra sagrada. Al levantar la vista te encuentras ante el morabito de Sidi Meftah, una sencilla ermita en la que se conserva la tumba de este hombre singular y que levanta devoción entre los pueblos de los alrededores.
El edificio, aunque sencillo, cuenta con un techo de madera muy interesante que aunque su acceso está prohibido a los no musulmanes, puede admirarse desde la calle. También puede observarse la tumba de esta persona, tapada con un manto.
En junio se celebra una romería en la que las familias pasan el día en los alrededores. Lástima que algunos demuestren poco respeto por el sitio y se les olvide que los envases y otras basuras no vuelven solas a casa.
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A partir de aquí empieza la parte más interesante de la ruta. Tras atravesar el bosque de pinos donde se encuentra el morabito se sale a una cresta que hace las veces de balcón sobre la garganta. Merece la pena detenerse un rato a contemplar las vista que nos ofrece el sitio.
Cuando te pongas de nuevo en marcha, debes tener cuidado porque la deforestación de una parte de esta cresta, ha hecho que la vereda pase casi desapercibida. Te sirve de referencia el filo de la herriza y a unos cien metros te encontrarás de nuevo con la vereda que corre por medio de ella en dirección al pico de roca que se ve al fondo.
En ese sitio, cuando ya crees imposible que exista un camino que salve el barranco que se intuye delante, aparece una vereda hecha sobre la piedra de la pared que baja serpenteando hasta el mismo arroyo. El pueblecito que se deja a la derecha creo que es Imazar, que en el momento de esta ruta se encuentra inmerso en el ruido de las máquinas excavadoras que le construyen un camino utilizable por los vehículos a motor.
Total, se desciende con alegría por este viejo camino y, una vez abajo, hay que recorrer parte del cauce del arroyo que en esta época se encuentra completamente seco. Algo raro teniendo en cuenta el agua que baja por el otro brazo.
Desde abajo se tiene una óptica diferente del salto de roca que hemos bajado. Y sobre todo se tiene una visión diferente de la garganta ahora que ya le podemos hablar de tú a tú a esta parte alta. Si me apuras, ahora parece aun más salvaje y poderosa que desde arriba.
En fin, todavía queda mucho por recorrer, así que hay que ponerse en marcha.
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Desde aquí hay que recorrer la falda derecha de la garganta del Farda, atravesar algunos campos de cultivo de Kifi (María para los amigos) y dejarse caer por una ladera que más parece un tobogán, hasta llegar de nuevo al arroyo justo donde está el viejo puente que lo salva.
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Una vez en la margen izquierda, el recorrido es muy parecido a la anterior ruta, ya que recorre los mismos paisajes sólo que un poco más abajo en la garganta, por una vereda cortada a media falda y que en algunos sitios tiene la anchura justa para pasar, no recomendable para personas con vértigo.
Al final, los caminos se cruzan en Ouslaf (el pueblo que tenía sus azoteas convertidas en secadero de kifi), ya muy cerca de la presa y de Akchour. Sólo que esta vez, el camino sale un poco más al oeste y se cruza por una zona distinta de la vez anterior, lo que sirve para poder contemplar un ejemplar de olivo (o lo que queda de él) como para dejar con la boca abierta a más de uno. Y mira que en esta zona abundan los ejemplares fuera de lo común.
Después de esto ya sólo queda recorrer el Farda y el Kelaa por su propio cauce. Pero para eso habrá que esperar al verano, porque hacer barranquismo en pleno invierno no está hecho para mí. Todo se andará.


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