Bueno, aquí estaba yo. Limpio como las personas y bien comido y descansado después de un día tranquilo en Oviedo. Ha dejado de llover y eso, aquí, es todo un lujo que hay que aprovechar.
La salida de Oviedo es larga. Se hace en dirección norte, hacia los montes, y eso está bien, porque enseguida estás rodeado de casa de campo y de recreo, menos abundantes conforme vas subiendo.
Afortunadamente, a la salida, en una rotonda cerca de una gasolinera, me he topado con una cafetería que permanece abierta todo el día y me he dado un desayuno como los que a mí me gustan (tortilla de patatas incluida), así que arremeto la marcha con cierta alegría, para qué te voy a engañar.
Voy dejando detrás poco a poco los restos de la ciudad y voy pasando por granjas y pequeñas poblaciones en dirección a Posadas.
Allí abandono el asfalto y empiezo a subir hasta tomar una pista forestal que recorre los montes en dirección al Alto de la Miranda. Por fin algo de tranquilidad.
Desde ese punto el camino sigue más o menos en paralelo el trazado de la carretera que acabo de cruzar, buscando el valle, a través de campos de vacas y más vacas alimentadas con esos rollos de yerba que huelen a regaliz pero que no dejan de ser pasto fermentado, hasta un punto en que que se une a esa carretera y ya no la dejaré hasta llegar a Avilés.
Avilés es curioso. Me imaginaba una ciudad industrial algo caótica como suele ser en estos casos y sin embargo ves todo lo contrario cuando andas por su casco histórico. La ría, el puerto y las industrias quedan algo aparte y en el centro se respira tranquilidad. Además, no sé si será porque la tarde acompaña pero parece que todo el mundo ha salido de paseo y terminan llenando las calles y las terrazas.
Después de verlo se comprende que fuera el mayor (o uno de los mayores) puerto de la antigüedad en estas costas.
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